La época de Miguel III (842-867) ha llegado hasta nosotros casi exclusivamente a través de las crónicas patrocinadas por los sucesores de una dinastía que murió con él, que apenas nos permiten vislumbrar el pálido reflejo de acontecimientos tan trascendentales como sus campañas en la frontera oriental, sus misiones religiosas en los Balcanes o sus fundaciones constantinopolitanas, y nos presentan, por el contrario, un panorama inaudito de ineptitud y degradación.